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Las piñatas en ollas

Las ollas para piñata son un clásico de las fiestas navideñas mexicanas. Aunque su uso ha disminuido frente a las piñatas modernas hechas solo con cartón y engrudo, siguen siendo un símbolo indispensable en las posadas, donde la fe, la alegría y la unión familiar se entrelazan entre cánticos, luces de bengala y el esperado momento de “¡dale, dale, dale!”.

El uso de las ollas piñateras tiene raíces profundas. Mucho antes de la llegada de los españoles, los mexicas celebraban el mes de Panquetzaliztli, dedicado al nacimiento del dios Huitzilopochtli. En esta festividad, se rompía una olla de barro llena de plumas y piedras preciosas, colocada en lo alto como ofrenda. Al caer y quebrarse, representaba la abundancia y el favor de los dioses.


Tras la Conquista, los frailes retomaron esta costumbre para adaptarla a la enseñanza cristiana. En 1586, fray Diego de San Soria, del convento agustino de Acolman, transformó la tradición: añadió los siete picos para simbolizar los pecados capitales, decoró las ollas con colores brillantes para representar la tentación, y las llenó de dulces y frutas como premio a la fe. Así nació la piñata navideña tal como la conocemos hoy: una fusión de creencias prehispánicas y católicas.


Aunque las piñatas modernas dominan las celebraciones, las piñatas de olla conservan un lugar especial en el corazón de muchos mexicanos. Su característico “tronido” al romperse es inconfundible y evoca recuerdos de infancia y de posadas tradicionales. Sin embargo, su uso ha disminuido debido a los riesgos que implican los fragmentos de barro al caer, especialmente para los niños.


El municipio de Acolman, en el Estado de México, sigue siendo considerado el lugar de origen de las piñatas en ollas. Cada año celebra la Feria Internacional de la Piñata, donde familias artesanas elaboran miles de piezas tradicionales que se venden en todo el país. También en regiones como la Sierra Gorda de Querétaro o Tetepetitlán, Hidalgo, se sigue produciendo esta artesanía con orgullo y devoción.


Los precios pueden variar entre $70 y $3,500 pesos, según el tamaño y el detalle de la piñata, pero lo que nunca cambia es su valor cultural y simbólico: la representación viva de una tradición que mezcla historia, fe y alegría.

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